Otra forma de vivir

Hace poco que empecé a valorar la libertad en su justa medida. A disfrutar de pequeñas cosas que tiempo atrás me habrían parecido casi absurdas y desde entonces, siento que mi vida ha tomado otra dirección, la mía y día tras día hallo sorpresas que me hacen sonreir de la misma manera que los niños que me cruzo por la calle.

Me gustaría que este blog sirviera para compartir la alegría de vivir y contagiar esta extraña enfermedad que me aqueja al mayor número de personas posible. Iré colgando reflexiones sobre las historias más curiosas que me vaya encontrando, maneras diferentes de afrontar problemas comunes, cuentos ambientados en mundos que todavía no se han descubierto, truquitos para que la men sana se encuentre en un cuerpo igual de sano, frases de esas que funcionan a modo de pepito grillo y nos ayudan en determinados momentos, poesías y libros que me gustan, un poco de todo.

Quisiera no poner barreras a mis sueños,
quisiera ser un artista del vivir.

domingo, 9 de septiembre de 2007

La vida del marinero

Tiene 34 años y si lo ves por la calle, puede que te pase como a mí, y lo confundas con un guiri que trata de ser alternativo con su cabeza rasurada y los tatuajes que le recubren los dos brazos hasta las muñecas.

Al oirle hablar, quizá también te equivoques y pienses que nació en Euskadi, por el fluido Euskara que exhibe. También erré al asignarle unos 28 años por su piel tan juvenil, porque tiene 34 primaveras.

Es posible que lo que desorientara tanto a mi intuición, es que nunca antes había conocido a un marinero. Para mi padre marino es aquel que se hace a LA mar, sin avistar tierra durante largos periodos de tiempo, en la marina mercante y marinero, el que navega por EL mar, un par de semanas tratando de capturar el mayor número de atunes, para después volver a puerto.

El hombre de quien hablo era marinero. Ademád de Euskara, hablaba alemán, francés, inglés, castellano y polaco, puesto que natural de Polonia. Probablemente aprendiese tantos idiomas durante las largas horas en los camarotes de 2x2 metros en los que convivivían una quincena de hombres de muchas nacionalidades y personalidades diferentes.

Algunos no hablaban en todo el viaje, o se tomaban como una ofensa personal el que les miraras a los ojos. Otros si lo hacías, intentaban compartir cama contigo. También los había que olían realmente mal. Pero es comprensible, puesto que en aquel pequeño barco de madera, de 30 metros de eslora, no había agua dulce para destinada a la higiene personal.

Se lavaban por partes con agua salada que después les hacía sentirse incómodos y cuando llegaban al banco de atunes, trabajaban 24 horas, las que hiciera falta, sin descansar.

Por el camino veían ballenas, orcas, delfines que les acompañaban entre piruetas en su travesía, pero lo más bonito, lo más espectacular para el marinero era el propio mar cuando se enfurecía.

Había visto olas tan grandes como el edificio de tres plantas que teníamos en frente, alzar un barco mayor que el suyo hasta dejar la hélice al descubierto y arrojarlo por los aires como si fuera un juguete. Nada había como aquello.

"Muy duro, el mar es muy duro"-dice con los ojos inundados de recuerdos. Y cuando llegaba a tierra, en su único día de fiesta, 24 horas, tenía que hacer la compra, visitar a su novia si es que no estaba trabajando y hacer guardia en el barco durante 8 horas.

No es que temieran que lo robasen, simplemente, el aquarium donde llevan el cebo para atraer a los atunes necesita atención constante de manera que los marineros se turnan cada 8 horas.

Habían pasado dos años desde la última vez que se hiciera a la mar, pero no se me ocurrió preguntarle en qué trabajaba ahora, con toda seguridad, no se trataría de una historia tan interesante

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